Hay discos que cuando uno está ante él percibe un aura que lo hace especial. Una portada. Un título. Los dos primeros segundos de la primera canción. Cuando uno de esos discos reúne además estos tres condicionantes, uno ya sabe a ciencia cierta que se encuentra ante un imprescindible, y la única duda que tiene es saber si alcanzará o no la categoría de obra maestra, que no de mito. Y en ello básicamente encuentra su diversión y motivación el que se tiene que enfrentar a la tarea de escribir unas cuentas líneas sobre ello. Tal es el caso de «El Eterno Femenino» (Nuevos Medios, 1982). Muy raro sería que se torciera tras cumplir con esos tres requisitos. Vamos a disfrutar, pues.
Reúne «El Eterno Femenino» gran parte de las obsesiones de ese grandísimo compositor que es Fernando Márquez, genio misántropo que, al igual que otro de ellos, Carlos Berlanga, siempre necesitaba de un fiel escudero para dar forma a sus canciones. Y en esta ocasión, los ritmos de Antonio y Mario son sobresalientes, ya no sólo para la época, que también, sino que la acidez y elegancia de canciones como «Aquella canción de Roxy» o «El único juego en la ciudad», constituyen obras atemporales del pop electrónico nacional (si bien en el caso de la primera mencionada, hay que agradecer la brillante composición al propio Zurdo).
Obsesiones, decíamos, que provienen de los rincones más recónditos de la infancia. De traumas provocados por osos de peluche arrojados a la basura y de adolescencias incomprendidas que desembocan en desfiguraciones sadomasoquitas del sexo y en imágenes grotescas de la realidad. Todo ello aderezado con el pop más clásico e imperecedero del «Para tí»; como en «Cita en Hawaii», cuyo gran mérito es hablar del amor de la forma tan babosa como lo hace, y rehuir de ello inmediatamente con la sencillez y naturalidad que sólamente El Zurdo sabe imprimir.
Son, de todos modos, las del primero grupo, las más sobresalientes. «Aquella canción de Roxy» es, efectivamente, la señal. La señal de que este disco juega en otra liga, y de que irrumpe inevitablemente entre lo más destacado del pop nacional de todos lo tiempos, junto a grandes canciones como, qué se yo, como «No mires a los ojos de la gente» de Golpes Bajos. «El mundo acabó de surgir / entre mi lengua y tu carmín», o cómo una canción puede despertar un sentimiento de pasión tan fuerte como para durar tan sólo unas horas: hasta el amanecer.
¡Pero es que «El único juego en la ciudad» es aún mejor! Aunque algo eclipsada por otras composiciones más típicas, esta sublime interpretación teatral es un pieza perfecta de trepidante pop electrónico, asfixiante y kafkiano, en la que la ciudad se convierte en un escenario en forma de tablero y tú, sí, tú, eres el premio. Ridículo e inútil el intento de describirla. Tienes que oirla.
Es difícil mantener el ritmo. Hay que bajar el pistón. «Qué terrible balance estará haciendo / si aún no ha cumplido los veinte años / todo el mundo parece divertirse / y también ella / aunque no se note por su expresión», o la precisa descripción de ese complejo, y a la vez tan sencillo, mundo adolescente de «Aquella chica», en el cual ahondarían escritores tan afamados como el americano Jeffrey Euginedes y sus vírgenes suicidas.
Las revoluciones vuelven de la mano de «La teoría de la relatividad», quizás la más floja del lote, con grandes influencias de Devo y Joy Division. El neo-ye-yé de «Las chicas de la Inter», muy Waq ella y dedicada a la periodista Olga Barrio, por quien Fernando sentía gran admiración, y la irónica (pero también algo tópica) «Mi dulce Geisha», que tanto recuerda al «Tokyo» de Pegamoides surgido de ese proyecto fallido que fue Piernas Ortopédicas, son grandes canciones pero no mantienen el nivel del disco, por lo que pueden dejar un poso algo enrarecido. Pero claro, es que si lo mantuvieran posiblemente estuviéramos hablando del mejor álbum español de todos los tiempos.
El erotismo e inocencia de «El eterno femenino», nos resúmen lo que es, en definitiva, este disco. Excelentes canciones, excelente intérprete, excelente compositor, excelentes ritmos… no está mal, ¿no? Pues no se crean que siempre es así.