Nacido en Córdoba en 1966 en el seno de una familia acomodada, el carácter gamberro e irreverente de Juan Antonio Castillo llenó su adolescencia de frecuentes escapadas repletas de deliciosas anécdotas que luego compartía, entre kalimotxos de Vega Sicilia, con sus amigotes en la bodega familiar.
En sus inicios musicales fue cantante de Iglesia en un grupo de jóvenes cristianos, y ya en su adolescencia comienza a trabajar con distintos artistas de su ciudad, formando a mediados de los 80 junto a otros amigos Pabellón Psiquiátrico, banda con la que alcanzaría cierta relevancia grabando cuatro discos bajo el sello Fonomusic y dejando varios éxitos convertidos en himnos más allá de nuestras fronteras (en Argentina arrasaron temas como “Inmaculada” o “La flauta de Bartolo”).
Al mismo tiempo, el Patuchas se encargaba de mostrar su inmenso talento compositivo en forma de perlas aisladas en los discos de la formación, así como colaborando con otros artistas menos conocidos de su tierra y desarrollando su faceta literaria, escribiendo cuentos, poemas y obras de teatro.
Una vez el grupo toca fondo en 1992, tras su disolución, decide instruirse en Arte Dramático para mejorar su actitud escénica e intenta abrirse hueco en solitario como músico de verbena, cantautor y juglar de café, siempre por libre e independiente del gremio.
Según parece, es en esta época que se encarnaría en Juan Antonio Canta, seudónimo adoptado tras una evidente presentación en un bar de Córdoba, El Limbo, punto de encuentro con sus amigos.
Así, poco a poco, Juan Antonio Canta va obsequiando al público asistente a sus múltiples conciertos, tanto en bares de Córdoba (El Cafetín, La Peña Limón…) como en bares de Madrid (Café Libertad 8, Café del Foro…), con su derroche de imaginación y su humor inteligente, conformándose el repertorio del que sería su único disco, “Las Increíbles Aventuras de Juan Antonio Canta” (Virgin, 1996), grabado de forma artesanal en un garaje de Córdoba y presentado en el Teatro Alfil de Madrid a principios de 1996.
Un día, el también cordobés Pepe Navarro entra en el café donde actuaba y decide ficharlo para su programa, Esta Noche Cruzamos el Mississippi, en Tele5. Juan Antonio empieza a soñar con las miles de posibilidades que le podría proporcionar este golpe de suerte del destino.
Sin embargo, precisamente el tema seleccionado para lanzarlo al estrellato (cuál si no iba a ser) es, “La danza de los 40 limones”, una canción para niños en un mundo de hombres, una broma entre amigos que esconde entre sus letras guiños y referencias intelectualoides que la audiencia de este programa era evidente no se iba a molestar en averiguar.
Todo ello, aderezado con una coreografía absurda de coloristas chicas despampanantes en contraposición con su aspecto misántropo, armado únicamente con su guitarra acústica y con una actitud apática y resignada, le convierte ante los ojos de toda España en un friki redomado más.
Su canción se convierte en el éxito del verano, en el cual realiza más galas que en toda su carrera; eso sí, siempre acompañado a ser posible por las coristas, a cantar eso de un limón y medio limón.
“Aunque a mí no me importa porque yo no he compuesto una canción del verano, otros se han encargado de etiquetarla. A mí lo que me preocupa es componer buenas canciones”, decía, pero cada día que pasaba se alejaba más y más de su sueño, ser un respetado cantautor.
Acabada su gira estival y con la perspectiva de conquistar América, todo a cuenta de los limones, se enfrentaba al gran reto de su carrera profesional, debatiéndose ante la dicotomía de desandar o no el camino del éxito logrado, con un segundo álbum y otra vez desde cero.
Así, lo invitan a ir a un programa de Canal Sur y por primera vez pone como condición para asistir que no le menten nada sobre la maldita canción, responsable en cierto modo del mundo en que se hallaba sumergido y que en absoluto le satisfacía, pese a que su felicidad pasaba por estar cerca de un escenario.
“Lo importante no es si ganas o pierdes, lo importante es que no pierdas las ganas”, solía decir.
Un par de semanas antes de decidir que había perdido las ganas, le escribe una carta a Martirio, a cuyo concierto acude la noche antes. “Pasarán los guitarrazos y el caos y quedará la belleza. Yo, que me paso el día rezando al dios de las canciones con desigual resultado, anoche encontré la sangre del sur en un teatro que parecía un avión e iba tan lejos que me confundí tratando de saber si era la posguerra o el futuro”.
La carta finaliza pidiéndole a la cantante que “acune las almas perdidas de los que pensaron que había que apostar lo que no se tenía”.
Juan Antonio Castillo, de profesión cantautor, poeta y escritor de relatos, se quita de en medio voluntariamente el 22 de diciembre de 1996, a sus 30 años de edad, pero su legado permanece para que sea el tiempo y no una soga el que juzgue si es preciso o no el olvido.
Hoy día se han representado varias de sus obras y es muy apreciado por músicos como Jorge Drexler, Joaquín Sabina o Lichis de La Cabra Mecánica, el cual ha incluido “Copla del viudo del submarino” en “Ni Jaulas, ni Peceras” (DRO, 2003).
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