Desde Módulos ningún grupo primerizo se la había jugado con una balada y… había ganado. Para eso hay que ser atrevido y contar con una de esas canciones tremendas. La voz de Damiá borda una canción atemporal cargada de sensibilidad envuelta en una sinfonía de teclados y ritmo en segundo plano que subrayan y acompañan con manos de terciopelo el fuego encendido por una letra romántica, pero no cursi. Un solo de guitarra filtrada y un hábil manejo de la mesa de sonido con los ecos y la ecualización en su punto hacen el resto para construir una de las mejores canciones de la década. No es de extrañar que, a pesar de no ser promocionada de forma masiva, en principio, este single trepara hasta el número uno de ventas en la última semana de 1978 y a caballo entre el 78 y el 79 ocupase por cinco semanas la codiciada cabecera de Los 40 Principales.
La cara B viene ocupada por una pieza seminstrumental en la que la voz es un mero apoyo gutural a un ritmo hipnótico de corte más o menos funky sobre el que navegan, durante cinco largos minutos de manera fugaz y caprichosa, los teclados, entonces, de última generación. No está entre lo mejor del álbum “Falcons” (Philips, 1978), pero supone un contrapeso respecto a la magistral cara A.