Gato Pérez pasó el año 1980, en sus palabras, “hueco y lleno de incertidumbre”, componiendo las canciones que formarían “Atalaya” (EMI, 1981). Que la habitual autoexigencia del músico no nos lleve al engaño: al menos en lo musical, la añada fue fantástica y de ello resultó un disco (otro más) extraordinario. Además, como curiosidad, en ese 1980 el músico argentino-catalán pudo telonear a Bob Marley, nada menos.
Ricardo Miralles, habitual arreglista de Joan Manuel Serrat, se encargó en principio de la producción de “Atalaya” -que iba a llamarse “Lux de Roca” en parodia a una revista musical-, aunque finalmente tomó las riendas Agustí Fernández, teclista con tumbao, tras un primer resultado demasiado melódico.
No hace falta esperar mucho para descubrirlo: todo empieza con “Gitanitos y morenos”, juramento de veneración a la música mestiza (y no académica) y definición soberbia de un poeta. Una canción de las que hacen mejor la existencia. Gato la compuso junto a Paco Gijón en torno a una anécdota con el músico cubano Mayito Fernández, que asociaba la melanina y el talento: “Pintor que pintas con amor, por qué desprecias mi color / si tú sabes que en el fondo yo también tengo sabor / puede ser que te equivoques con tu pincel extranjero / pues también sienten el ritmo todos los blanquitos buenos”.
El rock rumbero “El chocolate de Marcelino” es un canto a la juerga y la marihuana, mientras que “El perro” es un clásico de los años 20 del país natal del Gato, Argentina, que hace una reverencia al mejor amigo del hombre. Fue escrita por Claudio Allende y popularizada por Agustín Magaldi. La irónica “La diputada” parece participar del desencanto de los primeros años de democracia: Franco había muerto y la ilusión por el inicio de un nuevo régimen político no servía para acabar con todos los problemas. Una crítica a los políticos que hablan la retórica “de un mundo distante que nunca llega a la calle”.
“Ebrios de soledad”, canción dedicada a Carles Flavià -un sacerdote implicado con la inserción social de jóvenes delincuentes-, es uno de los disparos más certeros del Gato durante su carrera, un lamento contra la suerte y a la vez un guiño a la amistad y la vida nocturna, sobre todo a la que se vivía en la sala Zeleste barcelonesa. “Rumba twist” pone rock & roll al potaje.
La caliente y caribeña “Tiene tumbao” medita sobre la música y su nacimiento -“esta canción no existe, / nunca la escribió nadie, / yo la atrapé en un aire transparente de emoción”-. Una reflexión que retomaría el Gato más adelante en “Ahí queda la canción”. Mientras, “La orquesta de plata y oro” es una ofrenda a la Orquesta Platería, “portadores de nostalgia y entusiasmo natural”. “Garrotín del tránsito” habla de lo efímero y lamenta la pérdida.
“Se fuerza la máquina” es otra maravilla mestiza de estribillo ganador en la que el autor advierte de los riesgos de la bohemia y de la vida del artista, no solo para el físico, sino también para el espíritu. “Es la rumba y es el tango, son el jazz y el rock’n’roll: / un volcán de sentimientos por donde habla el corazón; / así se gasta adrenalina y se bebe mucho alcohol / para afinar las emociones y acordarse del dolor”.
“Atalaya”, una pieza melancólica que reflexiona sobre el paso de los años y los lugares que invitan a repensar la vida de uno, como el Tibidabo, cierra de forma excelente una memorable colección de canciones. “Atalaya prodigiosa desde la que puedo ver / los momentos olvidados que me han hecho como soy / ya que tu aire me alimenta debo de reconocer / que cuando estoy más perdido me devuelves a mi ser”.
Y con “Atalaya” llegó por fin el justo reconocimiento popular. El disco vendió veinticinco mil copias, se distribuyó en España y en Latinoamérica, y el Gato Pérez parecía afianzar con él su camino de una vez por todas.