Suceder a una obra maestra como “El Porque De Mis Peinados” (Acuarela, 1997) en el plazo de apenas unos meses es un ejercicio de fertilidad creativa y valentía artística muy complicado. Pero en esos años Luque no está para arrugarse. Y menos al encontrar al fin una dinámica de banda más o menos estable junto a sus aliados de más tiempo hasta el momento como son David Belmonte y Sandra. Una escucha superficial nos muestra un disco, por primera vez, que podemos calificar de continuista en el sonido. La mano de Belmonte se nota para bien y el sonido parece buscar una depuración aún mayor que en el anterior trabajo, sabiendo donde han sabido triunfar entonces y añadir gotitas de aperturismo instrumental sin embarrar el global. Las mayores diferencias que podríamos anotar son la ganancia de peso vocal de Sandra que dotan al disco de cicuta emocional a veces casi insoportable (“Farolillo rojo”), y el piano como instrumento vehicular en lo musical. Un piano omnipresente, muy melódico pero a la vez transmisor de un nerviosismo y unos ambientes opresivos muy en al línea de unas letras que no dejan de ser herméticas y complejas, centradas en la visión adolescente, mirando de reojo cómo se pierde la infancia y cómo el mundo adulto hace su irrupción. Así que esa visión de trabajo continuista que se le achacó en cierto modo en su momento queda desmantelada ante el nuevo enfoque literario y de trabajo en las canciones.
Unas canciones sólo un punto por debajo de las anteriores en las que sólo bajan el nivel de sobresaliente “Puentes de plata” (¿una metáfora sobre el final del comunismo y el desmantelamiento de la Europa del Este y sus utopías?), y “Club 8 que 80” (una especie de canción de ritmos latinos narcotizados) que no es que sean malos temas (de hecho son muy buenos) pero que parecen no encajar del todo en el mundo que nos propone el sevillano en su cuarto largo.
Minucias. Un banquete de canciones extraordinarias, una orgía de talento desbocado, un momento de creación irrepetible (en su carrera, en la música española), que contiene las estremecedoras “El idilio”, con esa descripción de un Guardia Civil (¿o es un militar?) absolutamente desastrado, bajo el foco de una lírica desbocada, poética en el mejor el más completo sentido de la palabra, que nos hace compadecernos de ese pobre diablo refugiado en una tasca. O la bella, triste y romántica “Los ídolos no comen”, una epopeya en voz baja de una relación que parece no ir a ningún lado con detalles de observador implacable que la voz monótona de Luque consigue lo inverosímil como que una frase tan absurda como “¿Es el waterpolo un deporte de invierno?” lleve al que la escucha al borde de las lágrimas sin tener ni idea de la tragedia que se trama allí. Porque podría estar recitando las páginas amarillas pero esa voz no engaña y allí hay algo trágico, sin duda.
Más clásicos (tan difícil, casi imposible, de escuchar en directo en la actualidad) que aparecen en esta obra mayor son esa sátira o grito de enfado hacia lo que entonces se llamaba “escena” y parecía obsesionar a los grupos y a los periodistas, en un tiempo en el que las cosas eran muchísimo menos profesionales en el mundillo independiente que ahora y a las que con la ironía habitual Luque describía en una entrevista como “Yo te considero periodista si tú me consideras músico”, dando a entender lo frágil, casi de juguete que era la música que se escapaba por las rendijas del panorama comercial. Como dice él mismo en esta canción “vamos locos por patear la escena una vez tras otra”. Por suerte para todos (él incluido) la situación ha cambiado y mucho. Para mejor (creo).
”Picoveleta” o “Un burro volando”, con la letra más explícita y rebuscadamente poética de toda su carrera, se erigen en otros puntos centrales de este trabajo tan primoroso, pero la canción que define el nivel de estado de gracia en el que se encontraba Sr. Chinarro por aquel momento se refleja en el gran clásico del disco, la canción que sucedía a “Quiromántico” en el imaginario de los chinarristas. No es otra que “Santateresa”. Ese piano que corre para no ser atrapado por un rasgueo de guitarra repetitivo, los coros de Sandra, como una nana(na) de ultratumba, el aire sureño desprejuiciado, los fantasmas de los The Cure más densos, unos grillos atronadores que son complemento musical idóneo y una letra, ¡qué letra! Imposible más exactitud en la descripción de las pulsiones adolescentes, sensaciones fílmicas, detalles casi proustianos pero reconocibles de inmediato, sexo lleno de tristeza y fracaso, consiguiendo como las grandes obras de arte que ansiemos saber más de ese personaje (imaginamos que real), que alguien nos explique qué fue de esa chica que se colocaba la falda apoyada en el coche porque se nos antoja que debía de ser alguien fascinante para provocar esa catarata de deseo y necesidad de ser atrapada. Y los grillos sin dejar sonar. Los grillos sordos a lo que pasa a su alrededor. Como la Suzanne de Cohen, como la Katy, una persona que pulula por ahí guardando los secretos que fueron motor de una obra que trasciende su propia naturaleza para pasar a convertirse en otra cosa pública pero a la vez privada, parte misma de la memoria de sus oyentes, convertida en un recuerdo no vivido pero no por ello menos real.