Cuando me enteré de que el Primavera Sound este año tenía su réplica en Oporto creo que no tardé ni dos segundos en cambiar mi destino. Un festival en Porto, ese paraiso perduto, con sus casas azulejadas, su aromático y riquísimo café, sus terrazas, su bonito idioma… se me hacía sin duda demasiado irresistible para un lusófilo convencido como yo. La excusa perfecta para visitar de nuevo mi querida Porto, ciudad que muchos ven anclada en el tiempo y que yo noto sin prisa; que muchos encuentran ruinosa -quizá porque estén acostumbrados a que en sus respectivos lugares de origen se haya demolido la mayor parte de su centro histórico- y que yo siento envejecida pero latiendo y llena de vida. Una ciudad en la que pasear y dejarse perder por sus estrechas callejuelas repletas de rincones vírgenes con matorrales y flores silvestres, magníficas librerías y, quién sabe si fruto de ello, las pintadas con mayor carga emocional y filosófica que uno se haya podido encontrar a su paso. En definitiva, una ciudad perteneciente a un país con el que deberíamos estar hermanados -y no sólo por proximidad- y al que curiosamente siempre hemos ignorado de manera desdeñosa desde esa Europa próspera y septentrional de la cual nos jactábamos de pertenecer, comportándonos como ese arquetípico nuevo rico que ha olvidado dónde compraba hasta hace cuatro días sus toallas.
El por muchos denominado «Primavera Sound de los pobres», tenía peor cartel. ¿O quizá simplemente menos grupos? Seamos francos, mayor cantidad no es sinónimo de mayor calidad. Cuando uno es joven e inexperto el elemento festivo es naturalmente lo que prima en un festival; y cuando ya se cuenta con una edad el no ver a tal o cual grupo empieza a carecer de relevancia. Tener que planificar con días de antelación en varias hojas de rejilla los grupos que uno desea ver, los agobios y las carreras maratonianas de uno a otro escenario (algunas veces incluso antes de finalizar el concierto al que estás asistiendo) o, como decía alguna de las personas que sigo en Twitter (perdón por no recordar quién) la sensación perenne de que lo bueno está sucediendo en otro lado es, sencillamente, agotador y se sitúa a años luz de lo que considero habría de ser algo divertido. Conciertos bajo un sol ajusticiador, a horarios intempestivos o en condiciones impropias de un festival. Conciertos a todas horas y en todos los rincones… ¿Para qué? Haber visto, por orden a: Atlas Sound, The Drums y Suede el primer día. Yo La Tengo, Rufus Wainwright, The Flaming Lips, Wilco y Beach House, el segundo; Veronica Falls, The Weeknd, Wavves,Saint Etienne y The XX, el tercero; y de una tacada a Olivia Tremor Control y Jeff Mangun en la genial Casa da Musica el último día no es para mí peor cartel, sino separar el grano de la paja. Ni necesito, ni puedo asimilar más.
Oí por ahí que se esperaban algo más 20.000 personas en Oporto. A mí eso ya me suena a cifra imponente, pero al parecer es aún la mitad de lo congregado en Barcelona. Sea como fuere, esa es la cantidad en la que se puede asegurar, visto lo visto, el confort. En ningún momento tuve la sociofobia que se puede llegar a experimentar en un espacio masificado, ni siquiera cuando estaba diluviando y estábamos prácticamente todos guarecidos en la carpa donde tocaba Veronica Falls. No había prácticamente colas para nada; ni para los servicios, ni las barras (en las cuales se podía pagar en metálico). Muy leves para los diversos y variados puestos de comida. Algo más larga para conseguir las entradas especiales de Jeff Mangun, ya está. Moverse, ir de un sitio a otro, curiosear aquí y allá era un ejercicio rápido y poco doloroso.
En cuanto al público, conformado por anglosajones, españoles (la mitad de ellos gallegos) y portugueses en idéntica proporción, quedaría sospechoso hablar de que fuera más selecto, aunque con los guarismos expuestos sería del todo razonable. Pero si algo es evidente es que era muchísimo más joven, y no precisamente por ello más pasado de rosca o irrespetuoso, todo lo contrario. Entregado y apasionado con los grupos del momento, y hasta fanático con quien había que serlo. Dos datos: ni un sólo vaso de plástico se podía vislumbrar por el suelo, y más de una familia al completo, alguna de ellas arrastrando en su carrito el toque de queda lo máximo posible. Y una anécdota: un grupo de cinco jovenzuelos, rozando la minoría de edad, dando brincos, haciéndose fotos y pidiendo el setlist a un Jeff Mangun sorprendido y despojado de su coraza de tipo duro, embriagado de su alegría. ¿Por qué tanta diferencia? Un motivo clave puede ser la presumible edad menor de acceso a los conciertos en Portugal (el límite de consumo de alcohol se establece en los dieciséis), que el exotismo del destino en sí pueda conllevar una serie de implicaciones culturales o simplemente el hecho de que a más gente más morralla y a más moderno, más modernez en sentido peyorativo. Pero, sin duda, veo determinante el factor del precio.
Porque quizá no sea lo más romántico del mundo cerrar resaltando el aspecto pecuniario del asunto, pero, y más en los tiempos que corren, no me resisto a obviarlo. Con la venta de mi billete del Primavera Sound de Barcelona a precio inicial (el de la entrada conjunta con el PClub, 115€ más gastos de gestión), me dio para comprar el de Oporto (75€ más gastos de gestión) y subvencionar la mitad de mi viaje en avión con TAP (muchísimo más recomendable que Ryanair). No parece gran cosa, pero teniendo en cuenta que un AVE a Barcelona desde Madrid vale, como poco poquísimo 160€ i/v, la cosa empieza a cambiar. En cuanto al alojamiento, por un precio muy reducido, y de nuevo sin prisa alguna, reservé en un hostal céntrico, aseado y familiar. Por no hablar de los precios dentro del propio festival o de los desayunos con café, zumo y torradas y las merendolas de lanches y portonic (porto branco con agua tónica) que nos pegamos.
Aunque parezca lo contrario, no trato de comparar este festival con su hermano mayor. Ni siquiera con ningún otro. Y por supuesto que también hay cosas que eché de menos con respecto al de Barcelona, especialmente una mayor cantidad de grupos locales y, sobre todo, más puestos de sellos autóctonos con discos y bandas de allá, invisibles del todo. También fue un rollo el gran diluvio que hizo que el concierto de Death Cab For Cutie se suspendiera o tener que esperar una hora a la intemperie bajo esas condiciones para las entradas del auditorio. Fallos hay en todos lados. Lo que trato de reflejar es el sinsentido al que nos lleva el sistema socioeconómico en el que nos hallamos, el del crecer por crecer en lugar de mantenerse con honestidad y pureza en el lugar que corresponde.
En este sentido, la sensación de haber presenciado algo único e irrepetible, que por necesidad acabará pervirtiéndose no me la quita nadie. Ni a mí ni a todos los afortunados que decidieron viajar para allá. Enhorabuena a los premiados.
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