LA MÁQUINA DEL LLORAR

LA MÁQUINA DEL LLORAR

MorisSe tiene a la cebolla por alimento pobre y humilde. No le favorece el tosco traje que lleva puesto, la escasa elegancia de su aspecto, lo burdo y simple de su condición. Si al menos fuera como la lustrosa berenjena, como la alocada calabaza o incluso si tuviese el dorado de una patata nueva. Cierto es que hay cebollas amarillas, blancas, rojas, y así hasta una docena de variedades. Pese a la diversidad de colores, tamaños, formas y apelaciones rumbosas —cebolletas, chalotas, cebollas perla, albarranas, cebollas de primavera…—, no consigue sacudirse el estigma de alimento bajo y sostén de desharrapados, que Miguel Hernández
poetizara: “La cebolla es escarcha / cerrada y pobre”.

Sin embargo, no hay restaurante que no la trabaje por muy finos que sean los manteles que cubren sus mesas. La cebolla siempre está presente, es imposible que falte. Sobre ella se asienta prácticamente toda la gastronomía, repostería aparte (aunque algún
postre habrá que la lleve). No es sólo el pilar, la base sobre la que construir un plato, es el cimiento sobre el que levantar los principios de tu alimentación. Porque en una casa sin cebollas podrás comer, pero nunca comerás bien. Ya lo dijo Arquímedes, dadme una cebolla y moveré el mundo. O tal vez fue Arguiñano. Lo mismo podría decirse de una patata, pero si hay una patata en la despensa, habrá una cebolla, cosa que al revés no ocurre necesariamente. Y qué más quieres, si se cultiva todo el año, es barata y tiene la amabilidad de aguantar semanas en la alacena sin echarse a perder.

A veces la cebolla te hace llorar más que un documental sobre crías de foca apaleadas. Hay quien se pone en la cocina unas gafas de buceo para evitarlo, pero en esta vida hay que tener dignidad incluso para llorar. Lo de que se te caigan lagrimones cuando la descuartizas tiene su explicación científica. Al parecer, en la historia intervienen unas sustancias que se liberan y mezclan durante la acción, de manera que producen un gas con azufre; este, al entrar en contacto con agua, como la humedad que protege los ojos, se descompone en ácido sulfúrico, ante lo cual el cerebro reacciona ordenando a los conductos lacrimales que abran el grifo y produzcan más agua, es decir, lágrimas. Visto así, ¿no tiene su belleza?

Pocos artistas han cantado tanto a la ciudad de Madrid como el argentino Mauricio Birabent, alias Moris. Llegó en 1975 y antes de volverse a su Buenos Aires natal, grabó cuatro discos por aquí. El primero de ellos, “Fiebre de Vivir” (Chapa Discos, 1978)Añade este contenido, lo convirtió en una figura legendaria que aún hoy no se ha diluido. Lo que Moris hacía era algo parecido a lo que en Inglaterra se llamaba entonces pub rock, que era un rock afín al rock & roll clásico, o sea, un rock básico, humilde y sencillo en su concepción, pero de enorme sabor en su interpretación. Un rock cebolla.

Escuchando sus temas, te imaginas a Moris paseando de noche por la calle Princesa, el barrio de Tetuán y Cuatro Caminos, las plazas de Colón y de Castilla, los bulevares de Arturo Soria, o tomando un búho solitario con destino a otra parte de la madrugada. La portada, de hecho, lo muestra bajo la luz de un farol en una calle dormida. Y en el disco, canciones con nocturnidad y melancolía. Morís encarnaba o daba voz al proletariado, trabajo duro, de sol a sol, salario escaso, el metro como medio de transporte, esperando al fin de semana para salir y olvidar como toda meta en la vida, en la que unos zapatos de gamuza azul son la propiedad más preciada. Parece mentira que a estas alturas la letra de “Rock de Europa” no haya perdido ni una pizca de actualidad.

El himno que lo inmortalizó es “Sábado noche”. Es, además, uno de los mejores temas que existen en castellano para acompañarte en una cocina. Es vibrante, eléctrico, contagioso, un trío de adjetivos que enardecen cualquier plato que prepares. El martilleo de su teclado acompasa de maravilla el picado de verduras. Lo puedes escuchar un puñado de veces seguidas, hasta acabar de cortar el kilo de cebollas que necesitas para un pastel, por ejemplo. Chas, chas, chas, chas… Y notas una cascada de lágrimas por las mejillas, que no sabes ya si son
de la cebolla o porque las historias de los parias que retrata Moris te han puesto triste.

Twitter: @goghumo

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