Hemos visto a Los Planetas, este fin de semana, en Barcelona, el día después de que Nick Cave nos follase a todos. Hemos visto a todos sus acólitos, juntos, pasando frío. Porque en el Apolo hace un frío de pelotas. No hemos escuchado su último disco, o lo hemos hecho muy por encima, pero les hemos visto ya cuatro millones de veces, en conciertos desastrosos y en algunos -muchos menos- magistrales. Les hemos escuchado hasta la saciedad en el coche, en idas riendo, y en vueltas llorando. Ahora reímos como nunca lo hemos hecho. Nos creímos sus letras y eso nos trae buenos aunque amargos recuerdos, pecados de juventud. Les hemos visto abanderar el noise rock patrio desde los 90 enarbolando el castellano (salvo algún olvidable escarceo), o al menos un dialecto que se le parece. Hemos visto a mil grupos querer sonar como ellos, y a otros tantos no querer hacerlo. Les hemos visto cantando mal y cantando no tan mal, nunca bien, claro está. Les hemos visto con amigos muy fans que ya no son tan amigos y con amigos muy fans que ya no son tan fans. Les hemos visto en festivales en los que hemos oído la ¿leyenda urbana? de que un chico iba correteando vanagloriándose a voces de que su novia se la había chupado a J. Hemos berreado la letra bochornosa de una de sus canciones en infinidad de cumpleaños totales. Les hemos visto en pleno apogeo adolescente y en pleno y último fulgor del cabo de vela que fue su renovación erudita en torno al flamenco. Hemos visto a Eric aporreando las baquetas bajo palio y a J paladear una(s) copa(s) de vino tinto sobre el escenario. Les hemos visto con su rollo mesiánico, pero de Mesías displicentes, malencarados, igualmente adoctrinadores. Les hemos visto agradecidos, tocando una semana en el motor de un autobús en Oporto. Hemos oído -aguantado- hasta la saciedad a sus detractores. Hemos comprado sus cedés en cash converters. Hemos visto cómo se agotaban en poco tiempo reediciones en vinilo a precio de oro con portadas horrendas, y la verdad sea dicha, tampoco nos ha importado demasiado. Hemos seguido con cierta curiosidad pero escasa atención sus proyectos paralelos. Hemos visto a J enfundado en un gorro de lana con cara de zarigüeya.
No se trata de desbancar a nadie, ni de destronarlo, ni de derrocarlo, ni de que lo de ahora sea bueno o malo, ni de que lo anterior haya envejecido bien o mal, ni de que sean o no intocables. Quizá esta sea simplemente la única forma del reconocimiento en un país nada dado a prodigarse en estos gestos. Sea como fuere, no traten de entenderlo, especialmente si no han nacido entre el 77 y el 82. Pero tampoco nos exijan que pidamos perdón por ello.
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