«¿Estais cómodos ahí sentados en vuestras butacas? ¡Pues esto no es teatro, no es un videojuego, es la cruda realidad!» espeta Fermín Muguruza (Kortatu, Negu Gorriak) en un momento de la representación de «Guerra» (2016), estrenado el 1 de abril en el Teatro Nuevo Apolo de Madrid. El cantante vasco participa junto a los catalanes Albert Pla y Raül Fernández –Refree-, en el musical dirigido por Pepe Miravete que ha llegado a la capital madrileña tras su estreno en verano del año pasado en el Festival Grec celebrado en Barcelona.
Quizá sea Albert Pla el que más cómodo se sienta sobre el escenario, no sólo por su experiencia previa tanto en teatro como en cine, sino porque mucha de su escenografía como cantautor tiene ya un punto de representación que añade sin esfuerzo a lo exigido aquí por el guión. Es con él en la trinchera como arranca la obra y en sus primeros momentos, cuando el espectador no ha tenido aún ocasión de percibir la tensión y gravedad que se avecina, hay algo de inevitable contaminación con Gila y su teléfono, el “Querida Milagros” de El Último de la Fila o los monólogos de El Club de la Comedia. De contenido eminentemente trágico, se brindan sin embargo en repetidas ocasiones asideros cómicos con los que aliviar un tanto la presión, y en los mismos Pla contribuye de forma solvente.
Fermín Muguruza fue recibido directamente con aplausos, que denotaban muchas de las ganas de verlo en Madrid sin polémicas previas. Desenvolviéndose en un medio poco habitual, las líneas más melódicas de su cuasi-rap obligan a la observación sin prejuicios, como la que debieron de tener en su momento los seguidores de The Clash al comprobar la evolución de Mick Jones, su guitarrista, en su siguiente proyecto B.A.D. Pero si por algo destaca el de Irún es por su capacidad apabullante como animal de escenario: A pesar de lo novedoso de la propuesta no desaprovecha ocasión alguna, ni recoveco de su personaje para mostrar su habitual militancia rotunda e inquebrantable para con cualquier mecanismo de protesta y reivindicación. En continuo estado de alerta, no creo que se sienta a disgusto en la piel de un personaje que continuamente llama la atención ante los engaños a los que somos sometidos. De calado mucho más grave, su papel sólo se permite la broma cuando empieza a hablar en euskera (procedimiento innegociable en su faceta musical desde la segunda etapa de Kortatu) bajo el influjo de las drogas.
Más imprecisa parece la definición del modo en el que participa Refree. Responsable, eso sí, de la composición musical, sobre el escenario se muestra como agente externo, intermediario a veces, ejecutor y finalmente víctima también. Especialmente activo en el apoyo musical, sobre todo guitarra en mano, su aparición como encapuchado hace pensar en ocasiones en el videoclip de “Atmosphere” de Joy Division. Es en boca suya como se traen a colación algunas de las incongruencias más sonadas dichas desde el Ejecutivo actual.
Entre Muguruza y Pla se reparten los papeles de la ciudad sitiada y ejército sitiador. Pero de igual forma, pueden ser individuo y mercado laboral; persona y esquema opresor alienante. Conceptos como paz, libertad y sus ausencias, guerra y prisión, se entremezclan y se combinan, dando lugar a contrasentidos como «zona pacificada» o «misión humanitaria». Collage en el que entra el miedo en la voz de un niño, las ganas de irritar con el chirrido de un tenedor sobre un plato, los desastres de la guerra en una estampa de Goya… En un in crescendo arrebatador, el tempo de la obra pasa de momentos hipnóticos que bien podrían musicarse con banda sonora de Tangerine Dream al ciberpunk del final existente en una rave de los Chemical Brothers más contundentes. Con todo, la única música que se toma prestada es la del final, la de Rage Against The Machine, que Fermín Muguruza corea, en lo que el público reconoce la labor de los actores, a impulsos de su brazo. Por su parte también Albert Pla termina fiel a su personaje de duende travieso, con pequeñas genuflexiones a modo de saludo.
Sus protagonistas hablan de musical interactivo, pero igualmente se podría añadir reflexión teatral crítica y subversiva, que con el cuerpo de una rabiosa performance o instalación dinámica propia de un museo de arte contemporáneo propone, provoca y desconcierta. Efectos multimedia que no sólo arropan como escenario cambiante, manipulable y moldeable por los actores sino que de igual manera los condiciona, limitando y forzando sus movimientos y reclusiones, convirtiéndose así en protagonista fundamental, igual de necesario que los tres personajes de carne y hueso. En el que sin duda es capítulo más que sobresaliente de la representación, la puesta en escena combina su presencia física con la actividad en una especie de Lyoko en el que pelean y terminan por morir. Hasta el teatro de sombras y de títeres tienen su hueco.
«Guerra» merece la pena, denuncia y trasgrede, requiriendo en el proceso de la implicación del público. La entrega convencida y honesta de sus protagonistas y una puesta de escena que roza lo sobrecogedor termina atrapando irremediablemente.
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