A comienzos de la década de los 80 del siglo XX, el revival de los estilos doo-wop y high school experimenta una auténtica explosión: músicos como Shakin Stevens y bandas como Rocky Sharpe & The Replays, Showaddywaddy, The Boppers o Sha-Na-Na ocupan los primeros puestos en las listas de toda Europa, vendiendo grandes cantidades de discos y sonando constantemente en televisiones y radios.
En este contexto, Eduardo Bartrina, un importante personaje de la historia discográfica de este país, ya sea como músico, compositor, productor o ejecutivo, abandona la dirección general de EMI en España y funda una productora llamada Long Play Music con la intención de descubrir y producir artistas, componiendo y arreglando canciones para ellos. Eduardo Bartrina, poseedor de un excelente olfato para los negocios, y de buenas relaciones, concibe, según sus propias palabras, la siguiente idea: “Buscar a una jovencita de unos quince años que cantase muy bien, que tuviera una imagen casi angelical, para hacerla cantar doo-wop, es decir para hacer de ella una especie de Connie Francis a la española”.
Con este proyecto en la cartera, se presenta en el despacho de Gonzalo García Pelayo, director artístico de discos Polydor, casa en la que Los Jets, la banda de Eduardo Bartrina, habían grabado varios discos a lo largo de los años 60 y que ya le había encargado algunos trabajos de producción. A Gonzalo García Pelayo le parece una excelente idea, así que la productora se pone manos a la obra. Hay que encontrar a la chica idónea, tarea que no es nada fácil y que, como suele suceder en estos casos, se resuelve por casualidad.
Un amigo de Eduardo acude un domingo a misa a una parroquia de Entrevías, en Vallecas y allí se queda impresionado por lo bien que cantaba el coro de niñas y niños: en concreto, le llaman mucho la atención las dos solistas. Conocedor del proyecto, se lo comenta a Eduardo que, rápidamente, organiza una audición. Allí se presentaron las dos niñas acompañadas de sus padres, realizan la prueba y, al final, le convence una de ellas, llamada María de los Ángeles Arroyo, que tiene todo lo que estaban buscando: voz, imagen y desparpajo. Además, la chica tiene talento para la música, sabe tocar la guitarra, el acordeón y la bandurria entre otros instrumentos, lo que facilita mucho las cosas a la hora de hacerse con las canciones.
Parece que habían encontrado la niña ideal pero, de repente, surge un problema. La chica demuestra, además, ser una persona noble y generosa, y se niega a cantar sin su amiga. El proyecto se para, ya que no se contemplaba la posibilidad de un dúo. No hay manera de convencerla y se reinicia la búsqueda. Sin embargo el amigo que había traído el contacto siguió insistiendo hasta que finalmente consigue convencerla. Se firma el contrato con la niña y sus padres y se comienza a trabajar: en las canciones… y en el estilismo (vestido, peinado, etc). Se adopta el nombre artístico de Ángela, más sonoro y sencillo.
El disco se graba en los estudios Musigrama, y en él participan los músicos de la Orquesta Topolino (Manolo Gas, Quim Laría, etc.) entre otros, como el propio Eduardo Bartrina, productor y director artístico del proyecto, que hace algunas voces, y José Antonio López Reinoso, guitarrista compañero de Los 4 Jets, que se encarga de preparar las canciones y dirigir los ensayos.
Una vez esta listo, se edita el disco a través de uno de los sellos de la compañía, Mercury, «Ángela» (Mercury, 1983), y se comienza la tarea de promoción, en la que la compañía y la productora realizan un gran trabajo, participando en programas de televisión como Tocata, o el programa especial de Navidades, entre otros, además de grabar un videoclip y de contar nada menos que con un nº 1 en la popular cadena Los 40 Principales con el sencillo «Ciega por tu Amor» (Mercury, 1983).
Las cosas funcionan muy bien: se despachan más de doscientas cincuenta mil unidades del disco, y se prepara una banda de directo. La idea es que, además de los músicos de acompañamiento, se incluya un coro de chicos. Este aparece también por casualidad. Gregorio, un chico que pertenecía a un grupo llamado por entonces Los Elvis Boys, que hacían también una música orientada hacia los estilos doo-wop y high school, atraído por la actuación navideña en la televisión, compra el cassette. En él aparece un teléfono de contacto al que deciden llamar para finalmente, acabar convirtiéndose en el coro de acompañamiento en directo de Ángela. No muchos años después, también de la mano de Eduardo Bartrina, iniciaron una exitosa carrera musical, ya con el nombre de Tennessee.
Pronto se empieza a plantear la posibilidad de iniciar una gira por Latinoamérica. Se iba a comenzar por el festival de Varadero, en Cuba, pero diferentes problemas obligan a posponerla y, mientras tanto, la dirección de Polydor encarga a Eduardo Bartrina que se ponga manos a la obra con el segundo disco de la chica.
Conservando la esencia del primer disco, que había funcionado muy bien, a este segundo, con un presupuesto notablemente más amplio, se le intenta dar un giro más moderno, más años 80, para lo que se contrata a diferentes músicos de estudio. Los coros, en lugar de Tennessee (que Eduardo Bartrina considera aún algo verdes) los hacen los componentes de Cadillac, con los que Ángela compartía compañía y que, por entonces, estaban bastante de moda.
Por el camino, Gonzalo García Pelayo abandona la discográfica y, de forma interina, se hace cargo del puesto de director artístico el que era jefe de promoción que, aún con ciertas reticencias, da el visto bueno al proyecto en el que, al fin y al cabo, ya se llevaba invertida una importante cantidad de dinero y que había demostrado ya su rentabilidad. Finalmente, nombrado el nuevo director artístico, Eduardo Bartrina le presenta el master final del nuevo disco de Ángela. El nuevo director, por venir con ganas de cambiar cosas o, simplemente, por no gustarle el disco -de hecho, no le gustaba la voz de la chica- pone muchas trabas. Como se trataba de una artista a la que habían firmado por cinco años y en la que se llevaba realizada una importante inversión, sugiere volver a realizar la mezcla, a lo que Eduardo Bartrina, muy convencido por el resultado, se niega. En consecuencia, el nuevo director artístico guardó el master en un armario y ahí permanece hasta el día de hoy y, es de suponer, así será hasta el fin de los tiempos.
Esto, unido al nombramiento de Eduardo Bartrina como delegado General de la SGAE para Estados Unidos, Canadá y Puerto Rico, y su consecuente traslado al continente americano, terminó con la prometedora carrera de Ángela, de la que nunca se ha vuelto a saber. En ningún momento, al parecer, se tuvo en cuenta que se jugaba con los sueños y las ilusiones de una artista que, además, era una niña, a la que fueron a buscar para al final tratarla como si de un pañuelo desechable se tratase. Sirva este ejemplo para que saque cada cual las conclusiones que considere sobre algunas prácticas y decisiones de los ejecutivos discográficos que, demasiadas veces, olvidan que están tratando con seres humanos.
Comentarios