COSTA FLEMING: EL SONIDO DE LA COSTA QUE NUNCA EXISTIÓ

COSTA FLEMING: EL SONIDO DE LA COSTA QUE NUNCA EXISTIÓ
Abajo a la derecha, el todavia Estadio de Chamartin, arriba Corea en Construcción
Abajo a la derecha, el todavia Estadio de Chamartin, arriba Corea en Construcción

En los últimos tiempos se escucha con frecuencia la expresión “Sonido Costa Fleming”, capaz incluso de encender la imaginación de algunos artistas. Indagando un poco, caemos en la cuenta de que hasta hace unos pocos años no existe la menor mención a dicho Sonido Costa Fleming. Investigando un poco más, parece que el término surgió en el fanzine Mondo Brutto (verano del 97). Encontrar algo anterior es sencillamente misión imposible. Y es que, digámoslo ya, el Sonido Costa Fleming jamás existió.

Su actualidad viene del bloguero Don Sicalíptico, cuyo trabajo en apoyo de tendencias que a veces rondan lo freak no puede ser más que aplaudida. Como el de otros entusiastas, su trabajo, distribuido en tres blogs (el que importa aquí, este), puede ser muy inspirador. Hay poca gente en este país que se proponga poner en valor músicas alternativas, incluso cuando esas músicas no sean otra cosa que la Canción Ligera de los años 70 en España. Tanto Mondo Brutto en tono más, digamos, sociológico-cotilla, como Don Sicalíptico en uno más musical, se lanzan de lleno a su labor de re-descubrimiento. Y se encuentran con un montón de material grabado de lo más heterogéneo pero con enormes lagunas en la información. Y es que sobre aquella Canción Ligera apenas hay documentos fehacientes. Las revistas más o menos serias del periodo, Vibraciones, Popular 1, Disco Express, luego Ozono, se ocupaban casi en exclusiva de lo que suele llamarse pop-rock (y folk/canción). Hay poco escrito y menos aún reflexionado sobre el contexto o el valor musical de estrellas tan indiscutibles como Iglesias o la galaxia de astros menores o muy menores que ocuparon esos primeros 70. En el caso de Iglesias o Camilo Sesto hubo y hay libros que, aunque no suelan pasar de puras hagiografías destinadas a fans, al menos aportan material biográfico y fotográfico. De los demás, apenas recortes en revistas de cotilleo, aún no tan degeneradas cómo hoy en día.

La cosa urbanística
Enfrentado a este problema, Don Sicalíptico tira de un recurso perfectamente lícito: la fantasía y algún tipo de recuerdo. Lo advierte él mismo: “Porque el Sonido Costa Fleming, caso de hacerlo, es cierto que no existió más allá del Paseo de Recoletos y la calle Doctor Fleming”. La fantasía no es total y viene a servir como armazón literario de su intención básica: reivindicar Aquello. Siendo Aquello algo muy amplio, que nunca había tenido nombre y venía a reunir artistas muy distintos entre sí y de méritos muy diferentes. Algo necesitado de un contexto, reconstruido ahora con fragmentos de un pasado mítico que nunca existió en esa forma.

En esa idea, la Costa Fleming (nombre raramente usado entonces pero tomado por el escritor franquista Ángel Palomino y luego por el septuagenario director José María Forqué para titular una novela y una película casposas y rijosas con el nombre “Madrid, Costa Fleming” en 1976), venía a ser una zona de relajo que permitió el régimen franquista y que abarcaba desde el Paseo de Recoletos hasta la Plaza de Castilla. Es más, aquello ¡parecía Europa! Solo que Recoletos ¡ay! queda muy lejos de Fleming y el trayecto desde la Cibeles a la plaza de Castilla no tenía mucho de moderno. Biblioteca Nacional, Ministerios, palacetes, nuevos bancos, Nuevos Ministerios, Museo de la Ciencia, Estadio Bernabéu… Excitante, lo que se dice excitante, no lo era. A no ser que se pretenda que el gauche-divinista Bocaccio (plaza de las Salesas), el mucho más rojo Junco en Alonso Martínez, bares de tufo casi decimonónico como El Hispano o el umbralesco Café Gijón, tuvieran algo que ver con todo esto.

Madrid, Costa Fleming

En realidad Dr. Fleming es una de las cuatro calles en torno al bloque – manzana de Corea (1954), primera construcción de importancia en la prolongación de la Castellana, muy cerca de Plaza de Castilla. Las confusiones geográficas son frecuentes: hace solo unos pocos años, un reportaje en El País (26-5-2007) decía que Corea (Dr. Fleming) se construyó allí porque está cerca de la base de Torrejón. Sí, justo al lado: unos 25 kilómetros. Lo que sí tenía Corea, como hoy Fleming, era muy buenas comunicaciones y una salida fácil de Madrid con destino a Barajas/Torrejón. Es cierto que aquel barrio era de lo más cosmopolita que había en un Madrid sin tradición alguna de semejante cosa. Tras Corea (por la guerra entonces en curso), que se llenó en principio de americanos, civiles y militares, destinados a construir la base de Torrejón (1953), se elevaron con bastante rapidez edificios de aire moderno que contenían pisos familiares de alto standing o apartamentos de alquiler, también bastante carillos y ocupados en parte por una relativamente nutrida población profesional extranjera con comisiones de servicio en Madrid que se relevaba en rotaciones rápidas. De meses a un par de años.

Aunque se haya tratado de dar la imagen de veranos con manadas de Rodriguez babeantes persiguiendo en calzoncillos landianos a azafatas suecas, Fleming era un barrio bastante tranquilo. Naturalmente, en un lugar de población en parte pasajera y relativamente joven, había bares, también de aire moderno y con sus historias, pero poco más. Seguramente algunos de sus apartamentos estaban habitados por amantes del franquismo sociológico, de todo habría. Por otra parte, en esa zona lo que había y hay es bastantes y muy agradables terrazas veraniegas de bares y restaurantes, cosa hoy frecuente en la ciudad, pero entonces no tan común y menos que se mantuvieran abiertas hasta tarde. Eso le daba a la zona un cierto ambiente de vacaciones… en la Costa. Nota para forasteros: Plaza de Castilla es lo más alto y norteño de Madrid = un pelín más de fresco y brisa.

También se da una cierta confusión de barrios, aunque ha de reconocerse que algunas distinciones no están claras incluso para muchos madrileños. La Costa Fleming se sitúa a la derecha de la Castellana (dirección Norte) y pertenece a Chamartín, antaño jesuítico, hoy muy pijo. Enfrente, en el lado izquierdo estaba y está Capitán Haya, que pertenece a Tetuán. Allí había putas (luego travestis) por la calle. Allí abrió D’Angelo, seguramente el primer bar top-less de la ciudad. Aquello, reunido en torno al hotel Meliá Castilla, sí que era algo/bastante canalla. Al otro lado, en los bares de Fleming, no sonaban habitualmente los ídolos de la Canción Ligera. De hecho, en muchos no había ni música. Es posible que un Augusto Algueró en trance de separación cayera por aquí (su canción “Tartufo” de 1971 parece referirse a un club de la zona sobre el que no he podido encontrar constancia documental). También nos cuentan que Lazarov cazaba futuras figurantes de TVE a lazo o que Miguel Ríos y Camilo Sesto tuvieron por allí un pied a terre y que las niñas subían por la fachada para echarse encima de ellos. Todo puede ser.

En realidad, más normal es que todo eso hubiera sucedido algo más abajo, al otro lado de la frontera Sur de Fleming. Allí estaba Mau Mau, la discoteca de la jet set (bonita expresión), sita en los bajos del Eurobuilding y que era lo más del famoseo, sobre todo cuando había Fórmula 1 en el Jarama. Allí, en relativo gran estilo, sí que sucedían cosas. Y la música era disco.

La canción ligera
En la leyenda del Sonido Costa Fleming hay algunas inadecuaciones temporales y estilísticas. No eran lo mismo los discos orquestales de Algueró, muy en la línea del easy-listening/lounge (“Mi gran amor”, 1971); de Alfonso Santisteban, dedicado sobre todo a las bandas sonoras o los de Juan Carlos Calderón, más en clave de jazz, que sus composiciones y arreglos pop para los Nino Bravo, Salomé, Marisol, Rocío Durcal, Paloma San Basilio, Los Tres de Castilla, Concha Velasco, Jaime Morey o Emilio el Moro. Esas glorias de profunda originalidad.

Algueró era un estajanovista de la música, con algunas canciones estupendas y otras que salían como churros fritos en aceite antiguo. Como todo estaba muy primitivamente organizado, los artistas vendedores recibían más cuidados, a los demás se les dejaban los restos. Tanto en composiciones como en arreglos, músicos u horas de estudio. Lo mismo sucedía con las producciones de Hispavox, de donde surgió el -este sí- reconocible Sonido Torrelaguna (sede de la compañía), desarrollado desde mediados de los 60 por Waldo de los Ríos y Rafael Trabuchelli junto al ingeniero Mike Lewellyn Jones. Junto a cosas tremendas como la versión que Los Ángeles realizaron de “98.6” (1967) o su éxito mundial con el himno a la alegría de Miguel Ríos (1970), el trío adoptó la misma actitud descrita para Algueró.

Juan Carlos Calderón era un hombre que salía del jazz pero que de eso no iba a vivir, y se convirtió en arreglista para un sinfín de canciones y producciones, alguna de las cuales, como su “Eres tú” para Mocedades (1973) llegó a vender casi un millón de copias en EE.UU. De cuando en cuando editaba un disco jazzístico y donde solía encontrársele con mayor frecuencia era en alguno de los clubs de jazz de la capital, Bourbon, Whysky & Jazz…

En cuanto a Alfonso Santisteban, autor de decenas de bandas sonoras, unas buenas y otras no tanto, es raro que anduviera mucho por Fleming ya que por esos años era relaciones públicas de la gran discoteca de moda Cerebro 2, en Plaza de España. Un lugar impresionante, por cierto.

En los locales de la época, cuando había música, sonaba más bien disco o pre-disco (soul, funk, etc.) y de españoles seguramente Barrabás, grupo funk-disco de culto internacional formado por Fernando Arbex (Los Estudiantes, Brincos) que luego pasaría a componer o producir para artistas tan dispares como José Feliciano, Rita Pavone, Harry Belafonte, Nana Mouskouri, Camilo Sesto, Emilio Aragón, Miguel Bosé, Micky, Marisol, Tony Ronald o Middle Of The Road. Un personaje que no suele aparecer en el mundo ficticio de la Costa Fleming. Tampoco en su Sonido.

Realmente, buscarle un común denominador a este batiburrillo de estilos y músicas diferentes no es una tarea fácil. Y, sin embargo, en algunas de aquellas producciones había rasgos interesantes, aunque en términos generales derivativos de ejemplos foráneos, desde el soft-soul a la orquesta tropical. Por mucho que nos empeñemos, ninguno de estos nombres era Burt Bacharach, Phil Spector o Jack Nitzsche.

La industria
Este capítulo va a ser breve, pero es necesario, dado que a veces se habla con nostalgia de cómo funcionaba aquella época. Veamos, la industria española, fundada casi toda en los años 50, nunca fue pujante. Zafiro, Hispavox, Belter, Movieplay, Columbia… ingresaron en determinados momentos bastante dinero, eso es cierto, pero su algo más que lábil infraestructura y falta de capacitación empresarial, condujeron a su rápido colapso en los 80. La industria española no sabía ni cómo llevar sus cuentas. Tampoco lo necesitaban. Según comentaba Tomás Muñoz, primer presidente de CBS España, las casas de discos tributaban según un peculiar sistema ideado para profesionales y pequeñas industrias llamado “evaluación global”. Esto consistía en que Hacienda acordaba con la Industria cuantos impuestos había de pagar el sector y la Industria repartía la parte que le correspondía a cada compañía. Se pagaba y listo. Sin tener que justificar nada a Hacienda, el siguiente paso era no justificarlo ante los artistas. Cuando Can llenó el pabellón de deportes de Badalona, el grupo se preguntaba cómo era posible que habiendo congregado en una sola ciudad 2.500 personas, su casa española (Hispavox) dijera que en todo el año habían vendido 250 discos. Cundía incluso la sospecha de que la mayor parte de las casetes piratas para los racks de gasolinera estaban producidas por la misma industria, que controlaba casi todas las fábricas. Nunca se probó nada, hay que decirlo.

Por otra parte, una especie de boicot no escrito impidió la aparición de nuevos grupos pop-rock durante muchos años. La consigna, repetida en cualquier charla con los responsables era que los grupos eran muy imprevisibles, más difíciles de controlar. Y, si nos fijamos, es bastante cierto que desde finales de los 60 hasta mitad de los 70, cuando aparecieron Edigsa, Chapa o Gong (estas últimas filiales modernas de Zafiro y Movieplay), apenas hay nuevos grupos españoles. Tampoco publicaban jazz, folk (aparte de Joaquín Díaz), salsa o casi cualquier otro género fuera del mainstream. Así de abierta era aquella industria.

Hoy algún indie reformado como Francisco Nixon incluso echa de menos la maquinaria de los estudios de antaño. La verdad es que mencionar a estas factorías mesetarias junto a Tamla Motown, en un mismo párrafo ya suena arriesgado. Para empezar, muchos estudios no estaban demasiado preparados. El caso más tremendo era el de Columbia (junto a Chueca) cerca del cual pasaba el metro. Y la cosa temblaba. Poco, pero de manera perceptible. Kevin Ayers, que se metió allí a grabar algo, contaba fascinado como al principio pensaba en un fenómeno parapsicológico. Hasta que le contaron la cruda realidad.

El sistema servía para producir música formularia, en una amplia gama desde el lujo a lo cutre, pero siempre dentro de unos parámetros en los cuales la opinión del artista, excepto la de muy pocos, no contaba en absoluto. Ya antes de los 70, la actitud fuera de España era diferente. La libertad y el control creativos, la imaginación al poder y esas cosas no eran conceptos que hubieran entrado en este mundillo. Esto quedó muy patente cuando comenzaron a grabar los grupos rockers de los 70 o los pop de los 80. Una respuesta muy común a sus sugerencias en el estudio era un imperioso “eso no se puede hacer”. Por suerte había ya estudios independientes, algunos simplemente asequibles, otros con instalaciones decentes e ingenieros incluso más que decentes.

Sobre la calidad de la industria española da noticia que, tras ese presunto apogeo, se viniera abajo en muy pocos años, mucho antes de la crisis general que afectó a la internacional. Directivos llegados a última hora con algo de preparación y motivación no lograron salvar un barco cuyo casco estaba podrido.

Resumen
Las precisiones que anteceden y que pretenden explicar que no existió un sonido Costa Fleming, que la misma idea de Costa Fleming se presenta plagada de inexactitudes, que aquellas figuras tardo-franquistas no eran tan geniales y que la industria nacional era cualquier cosa menos modélica o entrañable, tratan de advertir sobre los peligros de la idealización romántica. Algo que puede conducir a reivindicar globalmente una de las épocas más reaccionarias, excluyentes y corruptas de la música española.

Solo hacia mitad de los 70 comenzó a haber una crítica independiente y nuevas ideas que rechazaban de plano todo lo anterior. Corriendo el riesgo de que entre toda aquella basura se barrieran algunas joyas. En todas las épocas, géneros y estilos, por muy absurdos que fueran y en cuanto reunieran una comunidad suficiente de prácticantes, siempre habrá algún momento brillante. O al menos curioso.

El Sonido Costa Fleming es una entelequia, pero la actitud de investigaciones al margen como las de Don Sicalíptico son de lo más loables y necesarias. Una generación muy posterior puede ahora excavar aquellos yacimientos con otra mirada, sin la militancia del momento. Y extraer conclusiones y re-evaluaciones matizadas por el tiempo.

El peligro está en el criterio. No todo vale. Cómo decían Le Hammond Inferno, iniciadores del easy-listening berlinés de los 90: “Había cosas que parecían mierda y no lo eran tanto, que incluso eran brillantes. Pero la mayor parte de lo que parecía mierda entonces lo sigue pareciendo ahora. Aunque a veces nos haga gracia y nos pierda el entusiasmo”.

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