De lo que no se puede acusar a la banda, desde luego, es de falta de capacidad de sorprender trabajo tras trabajo, lo cual no significa que sea siempre necesariamente bueno o una virtud.
Y es que aunque tras su anterior titubeante entrega se pueda percibir un atisbo de determinación en el inicio del disco con “Asesino” y “Que me muera yo primero”, pop comercial con suficientes quilates, pronto los argumentos musicales tornan hacia ritmos pesados y en general más plomizos, pasando de canciones rockeras algo insulsas (“Melocotón”, “Bomba”) a experimentos operísticos y cabareteros difícilmente digeribles (“Los sueños del niño cocodrilo”, “Querido Frankenstein”).
A veces cuesta explicar el por qué una canción pese a sonar bien pueda resultar tremendamente aburrida, pero el pecado en este caso apunta hacia la excesiva grandilocuencia y pretenciosidad, así como la falta de homogeneidad motivada por la excesiva mezcla de estilos en lo que concierne al conjunto generado.
De repente, y sin venir ya muy a cuento, parece retomarse la fórmula olvidada de los orígenes en temas bailables como “Mono”, “Bola de billar” o “Plástica”, que levemente consiguen levantar la moral al estado depresivo en que nos encontramos.
Y es que cuando el estribillo no empeora el tema, es el tema el que empeora el estribillo, la música a la letra o la letra a la melodía. Definitivamente algo no acaba de encajar y para seguir con el conglomerado, “Sevilla 92 – Córdoba 0”, amanerada y gesticulante a lo Raphael y con un aire aflamencado con reminiscencias a Medina Azahara…
El caso es que pese a este insufrible cuerpo, uno llega al final, se encuentra con “Boquerón”, joya al más puro estilo sabinero, y con “No me llores”, punk fresco y sin complejos como el del primer disco, y no puede más que lamentar que no se haya escogido el camino correcto. Bueno, en realidad que ni siquiera se haya elegido un camino.