Si con «Los Viejos Rockeros Nunca Mueren» (Polydor, 1979), Miguel Ríos, en su reconciliación con el éxito -que por poco le desborda, después de una temporada tan tranquilita- retornaba a la búsqueda del sonido rock más puro, en «Rocanarol Bumerang» (Polydor, 1980) da en el clavo. ¡Y de qué manera! En este disco toca todas sus caras con sencillez y claridad, sin que ello genere una masa informe sino al contrario, un bloque poderoso lleno de formas y caminos. Ora opta por la sobriedad, ora por la espectacularidad. Es un disco muy vivo, urbano y cosmopolita. Bien sabemos que aquí se aloja «Santa Lucía«, de la que luego hablaremos, pero es que el conjunto no tiene falla alguna.
Miguel Ríos, Carlos Narea y Tato Gómez (estos dos serían habituales en futuros discos del artista, ya sea en Polydor o en otras casas) se ponen a los mandos de la producción para, como dice la canción homónima, hacer un recorrido de ida y vuelta por el rock, pero al contrario de los que ocurría en el álbum del año anterior, aquí no hay nostalgia ni revisitación, ni siquiera puesta al día. Es la experiencia sentida del rock, que en efecto suena muy cursi pero que se vive con gran fuerza. Y con esa fuerza se viven sus emociones, una fiesta llena de subidas y bajadas. Por eso, justo después de la excitante apertura del álbum, llegamos a «Santa Lucía«.
Junto con el «Himno a la Alegría«, «Santa Lucía«, compuesta por el argentino Roque Narvaja, es una canción que no puede, de ninguna forma, desasociarse del intérprete granadino. Y, como aquella, hemos estado sobreexpuestos a su radiodifusión, la hemos oído mil veces. Pero a diferencia de aquella, esta suena auténtica, real y cercana, aun con toda la extrañeza de la historia que narra. Su atmósfera sobria y nocturna, conducida por una inconfundible línea de bajo, evoca cigarillos junto a la ventana abierta a una ciudad durmiente, el tráfico a altas horas de la madrugada y los pensamientos vagos en íntima soledad. Por ello, a pesar de estar trilladísima, continúa plena y vigente, y lo hará siempre bajo esa voz, única y personal. Hacer una versión del «Himno a la Alegría» carece de todo sentido e interés hoy día, resultaría hasta ingenuo, pero hacer una versión de «Santa Lucía«… casi temerario.
Y después de dedicar todo un párrafo a una sola canción parece que el disco no da para más, porque qué duda cabe de que ahí hemos tocado techo, y no solo de este álbum. Sin embargo, el disco aún depara grandes momentos: «Nueva ola» se pasa directamente al rock duro (ojo con el neón rosa); «Compañera» narra el amor ya no solo como estado emocional sino como acto físico; «La ciudad de neón» nos lleva a la vida nocturna, tan excitante como peligrosa, llena de expresiones de colegueo («la basca«, «qué colocón«, «se flipaban con la caña de un rocanrol«, «lo suyo fue un marrón«, etc.). Y, cerrando el álbum, los sintetizadores que reproducen las conocidas notas de «Los Planetas» de Holst nos llevan, a través de «El sueño espacial«, por un viaje de ilusión ante los años que están por venir. Mediados unos cuantos ya de la publicación del álbum, bien sabemos cómo sigue la cosa, pero la esperanza no muere. Como dice ahí mismo, «No te asustes […] habrá un sitio para todos, vivirás tus sueños porque el hombre vencerá«.