Sabemos que es una constante en la carrera de Miguel Ríos el ir dando saltos, dentro del rock -y a veces algo más-, de un estilo al otro. Sin embargo, entre «Al-Andalus» (Polydor, 1977) y «Los Viejos Rockeros Nunca Mueren» (Polydor, 1979) se produce el más severo de ellos. De un disco de fusión de estilos, poesía enredada, letras comprometidas y experimentación electrónica al más puro, clásico y sencillo rock and roll. La densidad de su anteriores discos, especialmente los dos últimos, su escasa repercusión y, en fin, las ganas de cambiar el chip y rendir un poco a la compañía después de tanto esfuerzo con sus obras conceptuales, son varias de las causas motivadoras.
De este modo, «Los Viejos Rockeros Nunca Mueren» es el álbum que reconcilia a Miguel Ríos con el público general, con las listas de éxitos. También incia una época nueva que, como los buenos proyectos futbolísticos, se van forjando año a año, hasta que por fin dan títulos. Y como ellos, este aún se queda en el incio, en la forja. Es un álbum completamente disfrutable, divertido y hasta bailable, con buenos pasajes instrumentales, pero igualmente es completamente convencional. Tal vez pueda parecer que, tras unos discos casi churriguerescos, el cambio le haya dejado a uno desubicado, pero no es exacto ya que el siguiente, «Rocanrol Bumerang» (Polydor, 1980), que continúa las directrices que este LP marca, es una de las grandes obras, ya no del granadino, sino de todo el rock en castellano. Pero eso se verá en su momento.
Sin embargo, tiene buenas canciones. El lema de «los viejos rockeros nunca mueren» se ha convertido en expresión habitual. La rememoración de aquellos años 60, del rock emergente, la vista atrás después de un viaje ya considerable. ¡Ah!, ¡qué peligrosa puede ser la añoranza y la melancolía!; pero bien manejada, como ocurre aquí, se convierte en una fiesta por los buenos momentos vividos. En cualquier caso, el disco tiene un fuerte poso de adult oriented en varios tramos; aquí, sin ir más lejos. Porque aunque hay mucho -y buen- rock and roll, lo que desde luego no hay por ningún lado es garra, como en una canción de Bob Seeger tras la sobremesa. De hecho, tiene esa sonoridad limpia, esos coros femeninos tan de orquesta, de esas que igual te tocan la «Lambada» que «Las flechas del amor» que el éxito del momento. Y, en efecto, puede sonar injusto, dado que en momentos puntuales se destapa la maestría, como ocurre en la canción que abre el álbum. «Un caballo llamado muerte«, por ejemplo, no solo es una gran canción por su letra, sino también por la parte estrictamente instrumental -de repente, qué atrevidas suenas las percusiones, debido al contexto-, que es trepidante y apunta las directrices, más potentes, que tendrá el próximo disco.
También hay lugar para las baladas. Aunque bien reconocida es «Canción de amor«, lo cierto es que es un tema vago y poco inspirado, en especial al ser comparada con el paisaje urbano nocturno que evoca el paraíso mojaquero en «Verano del ’78«.
En conclusión. Buen disco, con hermosos paisajes y momentos limpios y relajados. Suficiente para disfrutarlo y, como se dice arriba, para marcar la senda más popular del artista.