Con «Foreign Land «(Smells Like, 2002) nos sumergimos en un mundo circense, desquiciante y melancólico donde el primer punto del manifiesto parece rezar felices con nuestra tristeza. Una sensación extraña, placentera, bella y extremadamente triste inunda el ánimo cuando se escucha el segundo disco de la que sería la trilogía neoyorquina de Christina Rosenvinge.
Extranjera dentro y fuera del cuerpo, Christina se deja filtrar por la ciudad en la que lleva años residiendo. La ciudad que acogió al poeta durante su crisis de identidad, vuelve a ser la madre receptora de una nueva búsqueda de señales propias. Ahora, abandonando la sencillez de su anterior trabajo, Christina, continuando con ese aire folk que espolvorea sobre un pop sutil y quebradizo, donde su voz se pasea como a saltitos de una piedra a otra, se viste con nuevos sonidos. Arreglos acertados y delirantes que, como Diana con Aretusa, envuelven los susurros y el espíritu tras una espesa nube, entre la que deambulamos durante toda la escucha, trasladándonos a un oscuro bosque, o una pequeña barquita con la que huir de unos puños tatuados; de la lucha constante entre el amor y el odio.
Es por tanto «Foreing Land» un paso más en la carrera de esta vieja joven promesa, donde a través de una atmósfera pesadillesca, onírica, lírica y sugestiva, una niña grande contempla y narra, intentando comprender, el mundo de adultos al que cada vez se ve más obligada a pertenecer.