Andrés Calamaro pretendió continuar en “El Salmón” (DRO, 2000) el camino trazado a contracorriente con “Honestidad Brutal” (DRO, 1999), priorizando la composición sobre el acabado de las canciones. Su intención era exhibir todas sus caras, las más amables y las menos, y capturar cada tema con la verdad del momento, sin llevar a cabo excesivos retoques en el estudio. Pero si en el doble álbum mostraba una inspiración fuera de duda, la nueva entrega -quíntuple- resultó fallida y difícilmente digerible (hasta la portada lo es). Al músico argentino se le fue la mano.
Calamaro levantó una gran polémica con el disco, que tiene un sonido eminentemente casero y en que las canciones están escasamente arregladas. Tampoco existe filtro para evaluar la calidad de las mismas, y todo ello generó defensas acérrimas y feroces críticas. En cualquier caso, para comprender “El Salmón” y adentrarse en un álbum que desafía el propio formato -es prácticamente imposible escucharlo de principio a fin, mejor trazarse etapas- resulta necesario escuchar al artista: “En aquel momento dudaba de la importancia de los oyentes. Era una pregunta filosófica que me hacía con frecuencia: hasta dónde importaba mostrar la música, la obra. Si lo importante era provocar la creación o compartirla con los demás”, explicó a la revista Efe Eme años después.
“El Salmón” contiene buenas canciones, como todos los discos de Andrés Calamaro, pero escucharlo de proa a popa es una experiencia desangelada. Las 103 piezas que incluye -una gran cantidad de temas nuevos y también muchas versiones- fueron grabadas en un portaestudio entre diciembre de 1999 y mayo de 2000, en solitario o con la participación de músicos amigos -destaca la colaboración habitual del poeta Marcelo Scornik-, y en sesiones maratonianas, en muchas ocasiones bajo el influjo de los excesos. Refleja un periodo de aislamiento, aprendizaje y búsqueda del autor:“Todos los artistas dedican en algún momento de su vida 24 horas al día a entender la música”, dice el argentino, que remata con sorna que “quizás llegué a ser el mejor músico en casete del mundo”.
Todo ello se percibe en el álbum, a veces disfrutable y en otros momentos desértico: resulta imposible seguir el ritmo del artista, dan ganas de abandonar antes de finalizar el recorrido.
Hay buenos hallazgos en “El Salmón”. Un ejemplo es la balada a piano “Para seguir”, que cuenta con una maravillosa colaboración a la trompeta de Lulo Pérez. La rockeras “Días distintos” y “Crucifícame”, también la canción que da título al disco, ganan empaque en directo y son hoy habituales en los conciertos del artista. El reggae “Tuyo siempre”, con una letra entregada, es otro tema frecuente del repertorio de Andrés, que en vivo suele pasar por el filtro de la cumbia. Todas ellas se nutren, al igual que “Lorena”, del desamor, una fuente de inspiración presente a lo largo de todo el álbum, que tiene un cariz desgarrado: “Hay que ser hombre para olvidar a una mujer”.
La situación de su país natal es también una temática habitual, y Andrés critica la doble moral de la sociedad en el rap “Vigilante medio argentino”. “Un poco de diente por diente” habla de violencia y venganza: “Perdiste una generación de gente buena”, canta Calamaro a Argentina.
En cuanto a las versiones, destacan la desconsolada “Alfonsina y el mar” -que retomaría años después en “El Cantante” (DRO, 2004)-, en la que vuelve a escucharse la deliciosa trompeta de Lulo Pérez, y el tango “Cafetín de Buenos Aires”, bien interpretado. Calamaro también se adueña a su antojo de clásicos como “No woman no cry”, de Bob Marley, “Long and winding road”, de The Beatles, o “Cocaine”, de Eric Clapton.
En suma, “El Salmón” es un disco nada complaciente, que probablemente parta de un enfoque equivocado -el propio autor lo reconoce al publicar otras versiones más ligeras-, y que no se puede (o no se debe) afrontar de un tirón. Más que un nuevo álbum de Calamaro, es una especie de catálogo de bocetos más o menos inspirados del autor, algunos casi rematados y otros lejos de estar finiquitados. Si uno piensa en su escritor favorito y tiene la oportunidad de poder leer sus manuscritos, con borrones y anotaciones, con esbozos de textos no acabados, probablemente comprará el libro y es muy probable que lo disfrute; si no gusta en un principio y la predisposición no es la de un estudioso o un aficionado, se hace difícil poder paladear algo tan crudo y tan extenso.