Que Robe no es el mismo que era cuando cantaba aquello de “Tenemos el agua al cuello con tanto puto pantano, las bellotas radioactivas nos quedamos sin marranos” es algo bastante evidente; pero es justo decir que de aquella han pasado 25 años. En este segundo trabajo en solitario nos encontramos al Robe más íntimo, al más personal, al más desnudo. No es ninguna tontería decir que sus letras son cada vez más profundas, personales e intransferibles.
De nuevo en esta ocasión el cacereño se ayuda de todo tipo de instrumentos de corte más orquestal que parece que definitivamente han llegado para quedarse. Antes de que nadie saque conclusiones precipitadas: la orquestación es muy hermosa, por momentos el violinista Carlitos Pérez hace las veces de Uoho en otros discos, siendo el perfecto acompañante de Robe. Hay guitarras, sí, pero están en un segundo plano casi a modo de lecho para las cuerdas, el piano y una percusión siempre adecuada y nunca excesiva.
Según se van sucediendo los cortes se puede compartir la visión de Robe de ver el mundo, “Por encima del bien y del mal” alcanza cotas de un lirismo muy elevado, “La canción más triste” es precisamente eso, de lo más triste que jamás Robe haya escrito, sentimiento puro a base de piano y golpe de violín.
Por si no había quedado claro que nadie se lleve a engaño; aquí no encontrarán pentatónicas furiosas, ni baterías demoledoras. Asimismo los nostálgicos (entre los que debo decir que también, aunque con matices, debo encuadrarme) no encontrarán nada parecido a ese “No necesito alas para volar, prefiero LSD” que cantaba allá por el 92. Quizá Robe sepa que nunca perderá a la vieja guardia, quién sabe.