No es el repollo el producto de cocina con más glamur que nos podamos encontrar en un plato. No puede tenerse mucha fe en una verdura que parece llevar enaguas, saya, refajo y paletó. Si tuviera pies, iría con calcetines y sandalias. Su solo nombre suele rebajar las expectativas de los comensales más finos. Además, por tierras mediterráneas no somos muy dados a concederle demasiadas variantes culinarias; las más de las veces lo consumimos hervido y rehogado, y su ubicación más frecuente según los GPS gastronómicos es junto a un cocido. En Centroeuropa, por aquello del frío, algo que este vegetal adora, el repollo abunda y es un habitual de sus mesas. A falta de un huerto variado, reinventan con lo que tienen, así que le dan más vueltas a cómo preparar estos cogollos. En Rumanía, por ejemplo, se entretienen rellenando sus hojas con carne y haciendo rollitos, los sarmales. En Holanda es típico en ensalada, la coleslaw (el chiste se hace solo). Y ya se sabe lo dados que son los alemanes a meterlo en salmuera para que resulte el chucrut.
El repollo es tan alemanote que hasta sirvió para bautizar a un género musical teutón por excelencia, lo que el mundo conoce como krautrock, una sucesión de notas sostenidas e intensos ritmos reiterados que actualmente goza de una reputación reputadísima. Sin embargo, en sus inicios aquel tapiz de dibujo entrelazado y repetitivo surgido de las influencias del rock progresivo, las vanguardias y el free jazz fue burla y hazmerreír de la cultura canónica de la época, de ahí que lo llamasen krautrock, o sea, ‘repollo-rock’. Hoy día invocar a Can, Faust, Neu!, Cluster, Kraftwerk… y cuanto vino y ha venido después, es un acto se diría cuasi-sagrado.
Todo ello tiró después hacia el space rock, la música drone y un alto contenido en psicodelia y experimentaciones sonoras. Spacemen 3 o Stereolab, por poner un par de ejemplos, cada uno en lo suyo, con sus vibrantes ritmos narcóticos y texturas electrónicas, probablemente no habrían existido. O al menos, de haber existido de todas formas, no habrían sonado como sonaron. El punto de partida era repollo-rock a saco, sin ambages. En España también se le rinde pleitesía al género con muchísima calidad, bandas que le dan al rock por buclerías como LügerLüger, David Rodríguez (Beef, La Estrella de David) o Schwarz.
Alfonso Alfonso (hasta el nombre es repetición) provenía del indie patrio de los 90, aquel que, ay, le dio por hacer letras en inglés. Y así comenzó con sus Schwarz (‘negro’ en alemán, para que no hubiese duda) en la atemperada huerta murciana. Una década después se pasó al castellano, como tantos otros, pero la verdad es que ya no fue igual. «Arty Party» (Astro Discos, 2004)Añade este contenido es su obra pletórica. Partiendo de su devoción por Spacemen 3 y las estructuras concéntricas, el resultado fue una sinfonía de moogs y theremin, propulsada por una batería en modo reactor de Chernóbyl, un chorro sónico que da vueltas sobre sí mismo y que a su vez envuelve al oyente, hipnotizándolo. En ocasiones estos tirabuzones sonoros dan vueltas como quien busca aparcamiento un sábado por la noche en el centro de la ciudad; otras, montan un muro sónico impenetrable como hormigón armado. Te vuela tanto la cabeza que, como te metas en la cocina a preparar algo, sales de ella con un codillo y ni sabes cómo ha sucedido.
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