ROMPEPISTAS

ROMPEPISTAS

RompepistasROMPEPISTAS
Kiko Amat
Anagrama, 2009

Hace dos cumpleaños me regalaron este «Rompepistas» (Anagrama, 2009) de Kiko Amat, novela atemporal que funciona a modo de retrato de la adolescencia rebelde e inadaptada de un pueblo del extrarradio barcelonés, que en realidad podría ser el extrarradio de cualquier gran urbe. Quizá vaticinando que se me había pasado el arroz para leer este tipo de libro al que ya de por sí llegaba tarde, me dejé invadir por el hastío y la inacción de esos 100 Punks retratados, de los Skin Heads Por La Paz y su procrastinación vital. O, simplemente, lo dejé en la repisa para cuando me apeteciera leerlo, que es lo que en realidad suelo hacer.

Turno para «Rompepistas», diario del ídem a partir de los recuerdos despertados por una fotografía en el regreso al hogar por el funeral del que sí iba a acabar mal de todos ellos. Escribiendo las notas de su propia vida para el lector, Rompepistas, esto es, el narrador, se nos muestra bromista, desafiante, burlón y descarado. El lenguaje y el tono, audaz y ágil, sin duda es uno de los fuertes de la novela, proponiendo Kiko Amat un entretenido paseo por la adolescencia, la nuestra, la de casi todos. La evasión ante la rutina del mal estudiante, de la cotidianidad, del enclaustramiento en la ciudad natal, de los problemas familiares, quedan reflejados a ritmo de punk 77 y la pasión por esta música por parte del protagonista. El elemento musical tiene gran presencia, además, como elemento definitorio de enclaves y personajes: homenajes como el de La Casa de la Bomba, sitio de reunión, camisetas, pintadas…

Con irremediable conexión con el «Trainspotting» (1993) de Irvine Welsch -inevitable la mención-, difiere de éste por su inocencia, especialmente en el tema de las drogas y en la solución de las vicisitudes familiares. En «Rompepistas» no se tiende hacia la marginalidad y en todo momento se hace ver que el prota es un buen chaval, algo perdido y díscolo, pero buen chaval al fin y al cabo, y que los que van a terminar mal son otros, el Chopped, el del entierro, el que más papeletas tiene para ello. Que el trasiego de ciertos acontecimientos no van a llevarse a Rompepistas por delante. Retrato familiar, sin drama excesivo, casi el de las mejores casas, no es que el libro sea políticamente correcto, pero sí que al hallarse ciertas justificaciones en según qué resoluciones y el que nadie se queme con fuego hace que asistamos, en cierto modo, a la versión light de la novela del escocés. El final en in crescendo esperanzador y vitalista apunta en esta misma dirección.

Y es que «Rompepistas», más que como estudio sociológico o tratado adolescente, como mejor funciona es como novela de aventuras, de las de pandilla: Rompepistas y Clareana (Los Novios), y Carnaval, el amigo gordito, torpe, graciosete y bonachón, y su grupo de punk destartalado: Las Duelistas. Inevitable no reconocer -o reconocerse- en ciertos aspectos, especialmente para aquellos crecidos en cualquier extrarradio de los 80, da igual si como en este libro son pelos oxigenados, camisetas rasgadas, crestas lacias, cráneos pelados, Xibecas y botas y tirantes en el bar del Provi, que pelos cenicero, camisetas de surfero, gafas de esquiador, chinos ajustados, botas de montañero, Mahous y bómbers y plumíferos en el bar del Kino. La huida hacia abajo, saltando, cayendo, rodando, pero siempre riendo es igual en todas partes.

Puede que «Rompepistas» no vaya a cambiar tu vida, pero al menos va a hacer que pases un rato muy entretenido, que no es poca cosa.

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